La ausencia de ideología en la política dominicana: entre el vacío de formación, el fenómeno de los outsiders y el ocaso de los liderazgos históricos

9/13/20253 min read

La política dominicana atraviesa, desde hace varias décadas, una transformación profunda en su naturaleza y en la forma en que se ejerce el poder. Si bien el país ha experimentado avances institucionales y democráticos desde la segunda mitad del siglo XX, el debate público actual revela un marcado vacío ideológico que repercute en la calidad de la representación, en la fortaleza de los partidos y en la formación cívica de los ciudadanos. Esta carencia de ideología no es un fenómeno aislado, responde a la pérdida de referentes doctrinarios, a la escasa formación política de las nuevas generaciones y a la irrupción de figuras “outsiders que canalizan el descontento social frente a la crisis de liderazgo tradicional.

Durante gran parte del siglo pasado, la política dominicana se definió por la presencia de líderes que encarnaban visiones de país y doctrinas bien diferenciadas. Juan Bosch, fundador del Partido Revolucionario Dominicano (PRD) y luego del Partido de la Liberación Dominicana (PLD), articuló un proyecto basado en el pensamiento socialdemócrata y en una profunda vocación pedagógica. Joaquín Balaguer, con su Partido Reformista Social Cristiano, o el partido “colorao”, como mucha gente aún lo recuerda, defendió un nacionalismo conservador que marcó la transición del autoritarismo a la democracia representativa.

José Francisco Peña Gómez, por su parte, líder carismático del PRD, heredó y renovó las banderas de la democracia y la justicia social. Más allá de sus diferencias ideológicas y de sus estilos de liderazgo (algunos incluso con claras contradicciones entre teoría y práctica) estos personajes representaban un horizonte político definido y reconocible. La desaparición física de estos en las últimas décadas, no solo significó el fin de un ciclo generacional, sino también la gradual dilución de las corrientes cuasi doctrinarias que nutrían la vida partidaria.

La muerte de estos líderes coincidió con la incapacidad de las estructuras partidarias para formar nuevos cuadros con sólida formación política. La profesionalización de la política, entendida como un proceso de capacitación ideológica y de construcción de programas coherentes, ha sido sustituida por un pragmatismo electoral que privilegia la inmediatez de la victoria, y una corriente tecnocrática como nunca antes vista.

Los partidos, cada vez más convertidos en maquinarias electorales, priorizan el marketing político, las encuestas y las alianzas coyunturales (a veces aberrantes) sobre el debate ideológico o la formulación de proyectos nacionales a largo plazo. En este contexto, la política se reduce a una competencia de promesas, sin un trasfondo doctrinario que oriente las decisiones públicas.

Esta erosión de la formación política ha abierto el camino para la emergencia de los outsiders, figuras que provienen del mundo empresarial, mediático o social, y que capitalizan el descontento ciudadano frente a los partidos tradicionales. Su discurso, más cercano a la gestión empresarial que a la política ideológica, atrae a un electorado que asocia la política con corrupción, ineficiencia y clientelismo.

El outsider se presenta como un gestor pragmático, ajeno a las viejas estructuras, y apela a la frustración de una ciudadanía que percibe la política como un espacio carente de autenticidad. Sin embargo, su irrupción no siempre significa una renovación democrática; muchas veces refuerza el cortoplacismo, pues su propuesta se centra en resultados inmediatos y no en un proyecto de nación sustentado en principios.

La República Dominicana vive, por tanto, un momento de transición en el que la política se ve despojada de la dimensión ideológica que alguna vez le dio sentido. El vacío dejado por Bosch, Balaguer y Peña Gómez no ha sido llenado ni por nuevas corrientes de pensamiento ni por partidos que asuman con seriedad la tarea de formar ciudadanos y líderes con visión de Estado. Esta carencia amenaza la calidad de la democracia, pues sin ideologías claras que definan prioridades y valores, la política corre el riesgo de reducirse a una lucha de intereses individuales o corporativos.

Superar este desafío requiere una apuesta decidida por la educación cívica, el fortalecimiento de las instituciones partidarias y la promoción de liderazgos que, más allá de la popularidad coyuntural, sean capaces de articular visiones coherentes de desarrollo. La política dominicana necesita convertirse en un espacio de ideas, no solo de campañas; un lugar donde el debate sobre el país que se quiere construir pese más que la habilidad para conquistar votos. Solo así podrá recuperarse el sentido real de la actividad política y evitar que la democracia quede atrapada en un ciclo de improvisación y desideologización.